lunes, 4 de agosto de 2008

LAS RELIQUIAS NADTHAR - Problemas en las montañas. (Cap. VIII)

Despues de un largo descanso ^^, he vuelto con otra entrega de Las Reliquias Nadthar. Esta vez, la historia dará un vuelvo inesperado.
Espero que les guste y que comenten.
Saludos.
Problemas en las montañas - Cap. VIII

En el capitulo anterior: Siveltheir y sus acompañantes se ponen en camino en busca de la segunda reliquia a las montañas del occidente, Ânarg. Pero los jinetes negros les seguirán su paso.

El grupo cabalgó algunas horas, cuando se dieron cuenta de que el terreno donde iban era desierto.
El calor era muy intenso. El corcel blanco estaba inquieto y Altrof no podía hablar. Se adelantaban a paso lento y Hälen comentaba lo que había escuchado de Anârg.
–Son montañas altas. –decía– La principal tiene forma del guerrero enano Berag-Zûn, y es llamada Bilân. Por allí recorre un rio, lo cual le da forma a la cara del guerrero. El rio termina en el lago Tharbdrûng, también propiedad de los enanos.
Mientras el hada hablaba, Faratheir miraba su mapa. Todo era tal como ella decía.
–Las minas. –continuó– Son altos salones, cavados a gran profundidad. El más grande tiene 6 plantas y está en la montaña de Nazrudâm.

Siveltheir se sentía perdido. Pero la seguridad en la cara de su padre no lo dejaba perder la esperanza. La noche ya estaba cayendo, y el frio comenzaba a cubrir sus cuerpos.
Altrof no dio más. Se quedó parado un buen rato, y fue cuando Faratheir decidió que descansarían.

Cada que oscurecía, la espada de Siveltheir se encendía, con una llama a su alrededor. Todos se asombraban de tal poder. El elfo la clavó en medio del grupo; les sirvió como una excelente hoguera.
Altrof se echó sobre la arena y calló dormido sin más ni más. El corcel blanco, siempre con delicadeza, se puso sobre sus patas y durmió.
En cuento a los elfos y el hada, se acurrucaron entre ellos para no sentir frio, además, el fuego de la espada también los calentaba.
****
Después de un largo día de cabalgata, los jinetes estaban en Anârg. Ya estaba muy de noche; los lobos aullaban, los murciélagos revoloteaban y los sonidos bajo tierra se escuchaban.
No dormirían esa noche, hasta poder encontrar un rastro de los servidores de Alazdam. Subían y bajaban lomas, hasta que en un punto, se dieron cuenta que no podrían seguir avanzando. Las montañas se hacían cada vez más altas, podían ver los picos nevados y en la superficie la entrada a las minas.
–¿Qué haremos? –preguntó Darg’xux.
–Habrá que ir hasta Bilân –respondió Hargz–, seguramente allí comenzarán a buscar. Malditos sean.
–Pero debemos parar. –apuntó Arg’zhul, deteniendo a su caballo– Ellos no caminan en la noche.
Los tres pararon sus caballos, buscaron una cueva donde refugiarse y allí aguardaron.
****
Al otro día, cuando ya todos estaban descansados, siguieron su camino.
Siveltheir agarró nuevamente su espada y se la cargó. Altrof estaba mejor, el sol le había afectado.
La mañana no era fría ni calurosa, así que avanzaron rápidamente.
– Más allá encontraremos el rio que viene desde Bilân, Abizändil. –decía el padre elfo viendo su pergamino, mientras el corcel blanco lo llevaba a paso lento– Allí reposaremos un momento, y luego continuaremos para comenzar a ascender. La Nadthar de la sabiduría está bajo Bilân, no hay de que preocuparse, el Thatgeir me dio la ruta completa.

El itinerario se siguió al pie de la letra. Llegaron hasta Abizändil a salvo. El sol brillaba fuertemente en ese instante.
Llenaron sus botellas con agua y descansaron al pie del río.
Partieron nuevamente siendo entre las tres y las cuatro de la tarde.
–Seguiremos río arriba, –explicó Faratheir– directamente llegaremos a Bilân. Para prevenirnos de subir por las montañas más altas seguiremos por el desfiladero.
Así lo hicieron. Cabalgaron por el desfiladero hacia la montaña, este los llevaba directamente a ella.
El camino pasaba por algunas lomas bajas. Franqueaban sobre piedras y matorrales altos. Altrof estaba fatigado, su costumbre a cabalgar por los valles le impedían moverse rápidamente por montañas.
Pasadas dos o tres horas, el sol estaba bajando, pero el camino estaba terminando. Ya podían ver el pico y la larga falda de Bilân.
–Allí, -dijo Hälen señalando hacia la montaña– está la entrada a las minas. Desde aquí los ejércitos enanos no nos dejarán pasar.
Minutos después un par de enanos se acercaban a ellos. La compañía oía los murmullos de rabia que daban.
–Un par de elfos y un hada. –decía uno. Estaba cargado con una larga hacha, una ballesta a sus espaldas, una pesada armadura y mithril en los hombros (y tal vez en el pecho).– ¿Qué hacen por aquí… esto es propiedad enana… no pueden venir sin autorización. –el enano estaba empuñando fuertemente el arma, listo a atacar.
Siveltheir bajó de Altrof, y se acercó al enano.
–Mi lord. –comenzó solemnemente– Soy Siveltheir, llamado también El Elegido. Venimos con un solo propósito, y no pretendemos perjudicar en sus oficios. No queremos blandir espadas y atacar contra ustedes, porque por mayoría ustedes serían vencedores… no sería justo.
Los enanos se miraban…
–¿Y entonces, cual es su propósito?
–Son cosas que solo nosotros podemos conocer. –respondió el elfo– Nuestro objetivo está en las minas. Solo entramos, lo obtenemos y salimos. No queremos problemas.
–Es difícil confiar en un elfo.
–Pero es posible confiar en el gobernador de esta tierra. –dijo Hälen, que había estado callada en toda la conversación– Siveltheir ocupará el puesto del Thatgeir… a quien deben su respeto señores enanos.
–Me presento. –dijo uno extendiendo su mano– Soy Arbazdûl, soldado de las minas. Aunque quisiera no puedo dejarlos pasar, sin la orden de nuestro general.
Siveltheir estrechó la mano de Arbazdûl.
–Yo soy Uzhâgal. –dijo el otro, sin extender la mano– Y la verdad, no quiero pegar en esto. Hasta luego.
Uzhâgal volvió a su puesto, lejos de donde estaban.
–Bien. –continuó Arbazdûl, sin darle la menor atención a Uzhâgal– Síganme… iremos donde el general.
El general del ejército de Anârg, de nombre Nûruk, residía en las minas de la montaña de atrás.
Era tarde, y estaba muy oscuro. Arbazdûl no pensaba parar a acampar.
–Tranquilos. –dijo en un momento, al ver la cara de preocupación de todos por los animales nocturnos– Este lugar está protegido. Tenemos a toda la guardia enana celando Anârg. Solo confíen en mí.

Viajaron durante varias horas, que se pasaron muy lento. El paisaje solo eran altas montañas rocosas. Nada más se veía en esa posición.
El viento era frio, y el primer brillo del alba lo pudieron percibir con dificultad.
Los ojos de Siveltheir estaban caídos e hinchados. A pesar de ser un elfo valiente, debía descansar.
Al fin, Arbazdûl paró a la entrada de una cueva.
–Aquí es. –dijo dando un suspiro– Nûruk se encuentra en su trono, en la segunda planta de estas minas. Casi nunca sale de aquí, si no es para asuntos de guerra. ¡Vamos!
Dejaron a los animales afuera, según el enano, estaría a salvo. Entraron a la cueva y no había ni una luz. Rápidamente la espada de Siveltheir alumbró flameante en su vaina. Lo más curioso es que nada se quemaba. El enano quedó impresionado.
El suelo era de mármol muy bien pulido. El techo se sostenía por gruesos y altos pilares decorados con unas extrañas runas.
El grupo avanzó por un largo pasillo, hasta llegar a una larga escalera. Por allí subieron hasta la segunda planta. Esta, no era muy diferente a la anterior. Solamente que en este habían unas antorchas en la pared, a lo largo de todo el pasillo.
Al fondo había un arco alto en donde se escuchaban voces. Por allí pasaron.
Encontraron a un enano más gordo y barbudo que los anteriores. Tenía la cabeza sumergida en un gran estanque de losa. En la habitación se escuchaban voces en el aire que provenían de ese estanque.
–Mi señor. –dijo al fin Arbazdûl– Vengo a pedirle el permiso de que deje pasar a este grupo a las minas de Bilân. Son sirvientes del Thatgeir…
–Pero uno de nosotros –interrumpió Hälen– Tendrá el mismo poder que mi amo.
El general sacó su cara del estanque de losa, y las voces cesaron. Miró a Siveltheir en seguida.
–Así que ustedes son los sirvientes de Alazdam. –dijo Nûruk entre risitas– Al fin los tengo.
En seguida, una risa malvada se escuchó en todo el salón. Faratheir se adelantó y sacó su espada e intentó alejar a su hijo. Pero este ya tenía la flameante espada fuera de su vaina, y estaba listo a atacar.
Hälen rápidamente supo lo que pasaba.
– ¡Es Ganford! –gritó, y las caras de los elfos se llenaron de pánico.
La risa malvada nuevamente se escuchó y el cuerpo del enano se hizo más grande.
–El hada es ágil. Exactamente… soy Ganford. –dijo el enano y nuevamente rio– Y ustedes están atrapados.
De pronto, los tres jinetes negros aparecieron desde la escalera. Siveltheir y Faratheir se miraban. A Hälen no se le veía preocupación. Y Arbazdûl no tenía palabras.–Pero que diablos ha pasado. –dijo entonces Siveltheir, volteándose para ver al hada.

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