–Y ahora bien… –habló de nuevo Helena– es hora de dormir.
–Mañana mismo partiremos en busca de la dama del tiempo. –Añadió su esposo– De seguro ella te ayudará a convertir de nuevo, Hälen.
El caballo volvió a relinchar impaciente.
–Y a ti también. –rio Julio.
Nuevamente entraron a la casa. No habría lugar para todos los visitantes en el pequeño hogar, así que Julio y Helena prepararon algunos colchones en la sala (donde durmieron Hälen y Arbazdûl) y en el cuartito de arriba (donde durmieron Faratheir y su hijo).
La noche transcurrió sin problemas para todos, menos para Siveltheir, que no durmió hasta muy avanzada la noche.
Había estado pensando en todo lo que ese día había sucedido. La Dama del Tiempo, la Luna Roja, las Reliquias, Ganford, el Thatgeir… y muchas cosas más que pasaban por su mente y lo afligían.
¿Era su culpa que todos los mundos fueran a ser destruidos? ¿La Dama del Tiempo podría ayudarle a arreglar ese daño? ¿Podrían devolver el tiempo y regresar a las Tierras Conocidas y sin Conocer? ¿Ganford se podría vencer?
Estaba confundido, su única solución era esperar al otro día haber que podrían hacer.
Helena se despertó a la primera señal del alba. Bajó a la cocina y preparó el desayuno: Huevos, tocino, pan y jugo de naranja. Lo sirvió todo en la mesa y despertó a toda la gente.
Comieron y hablaron de su plan del día. Acordaron salir en seguida terminaran el desayuno. Ensillarían los caballos y partirían al norte, donde estaba la Dama del Tiempo.
Así lo hicieron. Julio y Helena tomaron un par de caballos, del establo que estaba detrás de la casa. Arbazdûl y Hälen montaron sobre Altrof, y Faratheir y Siveltheir sobre Lanwë.
Su marcha transcurrió tranquila. El viento fresco de la mañana tocaba sus caras con suaves caricias y el delicado y pequeño sol alumbraba sus caras.
El valle era muy extenso, las montañas se veían claras y pequeñas, muy a lo lejos.
Al fin Julio habló:
–La Dama del Tiempo reside en un lugar recóndito, al que muy pocos llegan.
–Nosotros, –continuó Helena– nunca hemos ido, pero conocemos el camino según las profecías.
Julio asintió.
–Su templo se encuentra oculto por extraños encantamientos en la falda de la montaña más alta de esa cordillera, la montaña Zîbar.
–Y solo pronunciando las palabras correctas podrá aparecer. –concluyó Helena.
Siveltheir iba armado con Zidunâth, que alumbraba una luz azul, pero la frecuencia aumentaba cada vez que se acercaban más a la cordillera.
Y entre charlas y charlas, llegaron a la falda de Zîbar.
–Es hora, Julio, querido. –dijo Helena bajándose del caballo.
Julio asintió y también desmontó su caballo.
Se acercaron hasta una colina, se tomaron de las manos y recitaron las palabras:
–Indinâth Ar-Ibazîr Yanazôr Zidar Buzadûn Khalab t ay Tarak-Zaram iet Mizâr.En seguida unos torreones de piedra comenzaron a emanar del suelo en una hondonada a unos metros de donde estaba la pareja.
Tan solo unos minutos después había ante ellos una alta construcción de piedra.
–He aquí el Templo del Tiempo. –dijo Julio a sus compañeros y les hizo una seña para que se acercaran.
La compañía fue hacia ellos, desmontaron sus caballos y cargaron sus armas. Zidunâth estaba ardiente y completamente iluminada por la luz azul.
Cuando de nuevo estaban todos juntos fueron hacia las puertas de madera del edificio que tenían tallado un hermoso león rojo, y se abrieron como por arte de magia.
El grupo entró. Era una construcción alta, de paredes de piedra. Adornada con cuadros de marco de oro, sillas de una madera muy pulida, lámparas y espejos de plata, y un sin fin de armas colgadas en las paredes.
El suelo era de un mármol gris, liso y pulido.
A unos pasos de las puertas se encontraron con una escalera, que en su rellano se dividía en dos.
–Por aquí –dijo Julio, adelantándose por la escalera que iba a la izquierda.
Siguieron por allí hasta llegar al piso superior, que era en realidad un largo pasillo que terminaba en una puerta.
Mientras caminaban hacia la puerta detallaban los extraños cuadros que había en las paredes. Hombres caídos en guerra, paisajes oscuros y retratos de brujas.
Al llegar, Julio recitó el final de la frase con la que habían abierto la puerta principal:
– Tarak-Zaram iet Mizâr.
Y una voz fuerte, pero dulce habló dentro del cuarto:
–Que esos fieles sigan.
Las puertas se abrieron y Julio hizo señas para que siguieran.
La habitación era muy parecida a la del Thatgeir; a sus pies una alfombra roja, algunas sillas de oro y plata regadas por la habitación, un gran armario de madera en un extremo, cuadros y armas en las paredes, y una gran jofaina de piedra como la que habían visto en su último día en las tierras Conocidas y sin Conocer.
–Bienvenidos sean –dijo una dama delgada, de piel centrina y cabello rubio– ¿Qué os trae por aquí? ¿Cómo han logrado entrar?
El enano dejó su mirada puesta en la mujer, le atraía. Siveltheir sentía el intenso calor de Zidunâth en su pierna, y todos podían ver como alumbraba. Helena y Julio estaban contentos de ver a la Dama, muy pocos lo habían hecho.
El joven elfo se adelantó, y agarró la mano de la Dama:
–Soy Siveltheir –dijo con propiedad– Vengo de las Tierras Conocidas y sin Conocer, usted conocerá sobre eso. –luego besó la mano de la mujer y la soltó.
–Milady –dijo Julio– Las palabras de entrada las conocemos mi esposa y yo, por lo que debe saber que sí somos los fieles al Mizâr.
Ni Hälen, Arbazdûl, Faratheir o Siveltheir, sabían a que se refería con “los fieles al Mizâr”.
–Lo sé –exclamó la Dama– Ninguna persona que no sea fiel conoce mi historia, y si la llegara a escuchar las palabras no funcionarían. Los hechizos de este castillo responden al poder del corazón y no solo a las palabras. ¿Pero respóndanme… que los trae a mis aposentos?
–Señora. –dijo Siveltheir nuevamente– Quiero que nos ayude a contrarrestar las fuerzas de Ganford…
–Ganford… –interrumpió la Dama, cabizbaja– Si. Ya había escuchado de esto, pequeño. Y podré ayudarlos, claro, si ustedes ponen de su parte.
–Lo pondremos todo, mi señora. –exclamó el joven elfo.
Hälen carraspeó, no había hablado desde hacía rato:
–Y ¿Cómo sabremos que usted no es mala?
–Oh, vamos! –le respondió Julio, reprendiéndola– Ella es la regente de la orden del Mizâr, y puedes estar segura que no es nada malo.
–… ¿Julio? –preguntó la Dama. El hombre asintió– tienes razón, al parecer las historias han ido más allá de lo que quería…
– ¿Y que rayos es “la orden del Mizâr”? –interrumpió Hälen.
–Una insurrección de los más poderosos de este mundo. –respondió la Dama– Buscamos desde hace mucho tiempo deshacernos del mal que nos acecha. Ese mal que cada día encoge nuestro sol, ese mal que vuelve las noches más frías y la luna más roja.
Hälen calló.
–Y Siveltheir… –continuó la mujer– tú eres parte de esa insurrección.
El chico no se asombró como lo hicieron su padre, el enano, Julio y Helena.
–Ya lo creía. –dijo con desdén– Ahora que estoy en este mundo, hago parte de los más poderosos.
–Pero no solo eso. –dijo nuevamente la Dama– Eres más poderoso que yo… y por lo tanto… te convertirías en el regente de la Orden.
En este punto el chico si se asombró, y un silencio incomodo invadió la habitación. La espada cada vez se hacía más caliente, y el elfo la desenvainó.
–Tu espada… –la Dama observó de arriba abajo a Zidunâth– Es muy poderosa, será de gran ayuda para acabar con Ganford.
–Bien. –Volvió a hablar Hälen– ¿Qué es lo que debemos hacer?
–Otro viaje en el espacio y el tiempo… –respondió la Dama– la única forma de vencer a Ganford, es viajando entre los diferentes mundos donde él ha dejado su poder marcado.
”Lo que deberás hacer, Siveltheir, será destruir esa marca que ha dejado Ganford… para eso Zidunâth te ayudará. Ahora toma esto, -la Dama del Tiempo le puso un hermoso collar alrededor de su cuello. Tenía una perla en el centro y era de plata brillante– será otra arma imprescindible. Sin este collar no podrás viajar. Para hacerlo, lo único que deberás hacer será tocar con la punta de Zidunâth esta perla… y listo, el collar sabrá donde será tu siguiente misión.
–Mi señora, –exclamó Siveltheir– ¿Qué podrían ser las marcas que Ganford deja?
–Como varían los mundos, así también varían las posibles marcas que ese “monstruo” puede dejar. –respondió la Dama solemnemente– Te aseguro que Zidunâth te aconsejará. Esa espada, –continuó, señalando el arma– es inteligente Siveltheir. Ella sabe a quien debe destruir y sabe a quién debe seguir. Solo confía en ella.
Un silencio abordó el lugar. Siveltheir fijó su mirada en la espada, la miraba orgulloso. Se sentía poderoso.
–Ahora bien –dijo al fin la Dama– es hora de partir. Desenvaina la espada. –ordenó, y al instante Siveltheir obedeció. –Dirige la punta hacía el collar, y toca la perla. En seguida… desaparecerán.
Con miedo, el joven elfo dirigió la espada a su cuello, y suavemente la acercó a la perla del collar. Luego, la oscuridad calló sobre él.